
Después de mil meteduras de pata, de haberse echado todo en cara, de gritos, llantos, discusiones a altas horas de la madrugada (de esas en las que todos pierden), desesperación, lamentos y lamentaciones, perdones perdidos y agua fría en una ducha que no aclaraba absolutamente ninguna idea; decidió hacerlo, se puso delante del espejo y rompió contra él a golpes. La sangre se le escurría entre los dedos, y los añicos de cristal se deshacían contra el suelo de teca de Panamá, pero ¿qué importaba? Al final no todas las historias tenían un final feliz. Eso era mentira. Y la suya no era una excepción. Y la culpa no era de alguien a quien pudiese gritar, con quien pudiese desesperarse, o a quien perdonar. Había sido eso, que ella había creado en sí misma y que se reflejaba en el espejo, lo que la había destrozado.
Y ahora estaba ROTA. En mil pedazos.